domingo, 9 de marzo de 2008

A medio siglo de la gran derrota nacional

A medio siglo de la gran derrota nacional


Sir Winston Churchill tenía motivos para celebrar en aquel comienzo del otoño londinense del 55. "La caída de Perón es la mejor noticia que he recibido despues de nuestro triunfo en la guerra mundial", dijo el primer ministro inglés, extrañamente eufórico.
Además la inteligencia inglesa acababa de frustrar -alentando un seudo nacionalismo- la posibilidad de que la Argentina se convirtiera en productor de petróleo a gran escala mediante los acuerdos del gobierno peronista con empresas estadounidenses, despegue que nos hubiera convertido en potencia de primer orden.
Muy lejos de la capital de Reino Unido, casi en el fin del mundo para la mayoría de los súbditos británicos, Juan Domingo Perón iniciaba el largo camino del exilio. No podía creer que "su ejercito" fuera instrumento de la reinstalación colonial. Y, por otro lado, reflexionaba sobre la pasividad de un pueblo que no ponía la energía necesaria para defender sus derechos y conquistas.
En Buenos Aires los vencedores demolían a cañonazos la sede de la Alianza Libertadora Nacionalista y a todos los que estaban adentro. Habían osado responder "ALN no se rinde" a un miliquito enviado por su jefe con una bandera de parlamento. Nunca nadie informó sobre las víctimas de este bombardeo en plena city porteña. Es claro que los que no fueron a la morgue o al hospital marcharon a las cárceles por años. Para ellos no hubo derechos humanos, ni habeas corpus, ni indemnizaciones. Sólo difamación y castigo. Esto fue todo un símbolo de adónde apuntaba el nuevo régimen: a la demolición del poder nacional.
A los que no se entregaron en San Martín y Corrientes hay que agregar a los de Villa Manuelita, en Rosario, a los de la jefatura de policia en Córdoba, y poco y nada más.
Así, con escasa oposición, el largo brazo de la sinarquía hundía sus garras en el codiciado país de los argentinos. Como bien pensaba Churchill, recién ahora los vencedores de Yalta completaban su obra, daban su última batalla para el dominio mundial completo, destruyendo el modelo independiente de la Argentina, que se proyectaba como un faro sobre la región y mas allá. Se instalaban los conceptos de Democracia y Libertad en contraposición a los de Nación y Pueblo.
Fue con la religión de la Democracia y la Libertad que se avanzó decididamente para degradar y pervertir al hombre argentino en una formidable ofensiva contracultural.
El régimen instalado en setiembre del 55 llamó a "desperonizar" el país, aplicando las técnicas usadas con los derrotados de la segunda guerra mundial, pero en el fondo el ataque era contra toda la Nación. Se comenzó entonces una lenta destrucción de valores e instituciones propios de nuestra tradición. Asi se instaló en la Argentina en forma masiva y contumaz el progresismo. Aparecieron como modas no discutibles el psicologismo, el marxismo y el relativismo moral. Se importaron todas las lacras de la Europa decadente del modernismo. Se inició un permanente proceso de "destrucción del hombre argentino", el que angustió a Perón al comprobarlo de visu en 1973. ¡Qué hubiera pensado, de vivir en este comienzo de siglo..!
En aquella primavera del 55 las metralletas del partido Comunista y la FUBA coparon las facultades, los sindicatos, los medios de prensa. El PC confeccionaba para los militares "libertadores" largas listas de inhabilitación de dirigentes sindicales. Lo hacían los mismos que en el 45 apretaban gatillos contra los militantes del peronismo. Los que despues encabezaron y homogeneizaron a la oposición a Perón, aunque sin lograr el "salto cualitativo" necesario, hasta que el clero se pasó de su lado, aplicando la política del Vaticano de someterse a los dictados de Yalta, tal vez para lavar su pecado de haber instigado tanto el accionar de los derrotados.
Este mismo PC -sucursal rioplatense de José Stalin, Beria y la KGB- había crecido en los años 40 y 50 vendiendo "protección" a incautos inmigrantes, negocio con el que le fue tan bien que formaron un gran aparato económico y financiero que aún perdura y pasó sin mayores dificultades por el Proceso y el onganiato. Además, a los "protegidos" les tomaban sus hijos para engrosar la Federación Juvenil. Negocio completo...
Hace a la honestidad rescatar aquí al único sector no gorila de la izquierda: el grupo socialista de la revolución nacional, de Enrique Dickman, en el que formaban los jóvenes Ramos, Spilimbergo, Unamuno y Cavalieri, entre otros.
Desde la otra punta, el clero lanzaba su Partido Demócrata Cristiano, uno de cuyos más prominentes fundadores fue José Alfredo Martínez de Hoz, a quien la izquierda prefiere caratular de "conservador". Años despues, fracasado el PDC, intentaría otra maniobra mandando a sus rubios monaguillos del barrio norte y San Isidro a hacer "turismo de aventura" en las villas miseria, disfrazados de curas guerrilleros. En el 55, estos cristianuchos compartieron la Junta Consultiva -triste parodia de poder legislativo sentado sobre las bayonetas- con los socialistas como Repetto, Sanchez Viamonte, Ghioldi o Alicia Moreau de Justo -a ninguno le falta su calle-, mientras Alfredo Palacios -embajador en Uruguay del régimen fusilador- se dedicaba a correr mucamitas en las noches de los hoteles montevideanos. Junto a ellos se codeaban por salir en la foto junto al almirante Rojas radicales como Oscar Alende o Miguel Ángel Zavala Ortiz -uno de los responsables de la masacre del 16 de junio del 55, que luego fue ministro del "viejito bueno" Arturo Illia-, demócratas progresistas como Luciano Molinas o liberales como Reinaldo Pastor o Corominas Segura. Afuera fusilaban, torturaban, encarcelaban, inhabilitaban, proscribían, pero... era necesario implantar la Democracia y la Libertad, como señalaban los editoriales de "La Vanguardia" y de "Nuestra Palabra".
Así fue el comienzo de esta larga marcha de la penuria argentina, hace cincuenta años. Después, cada gobierno fue una vuelta de tuerca de la entrega y el coloniaje. Por derecha o por izquierda, se avanzó casi siempre contra la Nación y su soberanía.
El retorno de Perón fue el glorioso triunfo de una larga lucha de resistencia patriótica. Pero el enemigo también había evolucionado. Los gorilas de setiembre del 55, aplicando aquello de "si no puedes con tu enemigo únete a él", mandaron a sus hijos a "hacer la conscripción" en el peronismo. El entrismo buscaba lograr desde el interior del movimiento lo que no habían conseguido los gobiernos antiperonistas. La oligarquía argentina, siempre proeuropea y escéptica con respecto a Estados Unidos, convencida de que el ejército rojo ganaría la tercera guerra mundial, coqueteaba con sus representantes en la región, mientras hacía excelentes negocios con Moscú. Todo contribuyó a "internacionalizar" nuestras luchas políticas, con los trágicos resultados conocidos.
El gorilismo del Proceso, la derrota de Malvinas (recordar que Margaret Thatcher culpó a Perón por esta guerra...), la consecuente democracia entreguista y la renovación que desperonizó el PJ, son etapas demasiado recientes para abundar sobre ellas. Los resultados están delante de los ojos de todos.
Muchos que criticaron a Perón cuando definió a la sinarquía (decían que era "pensamiento conspirativo") , hoy ven azorados cómo este superpoder ya no necesita ocultar su accionar. La globalización, el pertinaz ataque a los estados e identidades nacionales, el accionar lleno de soberbia de los cosmócratas de los organismos internacionales, el pensamiento único y "politicamente correcto", el grupo Bildeberg, son manifestaciones del gobierno mundialista, de los dueños del planeta. Ahora muchos empiezan a comprender mejor aquellas advertencias peronianas y a darse cuenta de para quiénes fueron idiotas útiles durante tanto tiempo.
Estas simples verdades de la experiencia popular no se enseñan en las universidades -ni en las públicas, ni en las privadas, ni en la de la señora Hebe- y mucho menos se difunden en los medios, todos alineados en el pensamiento politicamente correcto para mantener el contralor social.
Finalmente, una aclaración: no es por "omisión involuntaria" que escribimos democracia y libertad sin comillas. La democracia ha demostrado ser el sistema funcional al peor capitalismo, el oligárquico y usurero. La libertad es el retorno a la selva, al consumismo irracional, a la degradación que envilece y postra a individuos y pueblos, haciéndolos presa fácil de los poderosos. A los que duden de esto, les recomendamos que observen lo que sucedió en la Argentina en los últimos 50 años.

Américo Rial
16 de septiembre de 2005

Nota: Américo Rial es uno de los fundadores -junto a Rodolfo Pfaffendorf, Dardo Cabo, Andrés Castillo, Edmundo Calabró;
López Vargas y Antonio Arroyo-, del "Movimiento Nueva Argentina", proclamado el 9 de junio de 1961, en el quinto aniversario
del levantamiento del Teniente General Juan José Valle.

Los verdugos de la ética

Los verdugos de la ética
Occidente no ha podido ofrecer nada a la antigua Unión Soviética, salvo el señuelo de un materialismo práctico y liberal más eficiente y competitivo que el materialismo ideológico y estatalista.
Los acontecimientos del presente reciben muchas veces luz y comprensión de la lectura de textos ya antiguos. Hace ya más de medio siglo que León Trotsky escribió su biografía inconclusa de Stalin, y no es vana su lectura, pues ilumina lívidamente el espíritu que predominaba en los dirigentes comunistas de la Revolución Rusa. Y con este conocimiento, la situación de caos en que actualmente se desarrolla la vida rusa, resulta, hasta cierto punto, explicable. Por lo menos, algo menos sorprendente.
Puede apreciarse en el biógrafo una especial actitud derivada de una situación personal contradictoria. Era de prever su juicio negativo sobre Stalin, pues se trataba de su enemigo. (Fué asesinado por orden suya, en México, antes de poder completar su biografía). Pero la inquina de Trotsky se muestra, de forma significativa, algún tanto remisa a la hora de formular juicios morales. Sin embargo, no puede ni quiere abstenerse de hacerlo. ¿Cómo denigrar debidamente al enemigo sino por medio de juicios morales negativos? Otra cosa es si Trotsky tenía derecho a ejercer esta función de moralista. Un resto de coherencia intelectual le obliga a sentirse más a gusto cuando minimiza la actividad revolucionaria de José Djugashvili que cuando condena sus monstruosos crímenes y le llama súper-Borgia y súper-Nerón.
Pues el mismo Trotsky, en su libro "Su moral y la nuestra", conculca la moral -que él llama burguesa-, afirmando con cinismo agresivo que "moral es todo lo que ayuda a la revolución, e, inmoral, todo lo que la combate".
Admiraba casi sin reservas a Lenin, quien, después de fundar la Checa, desató el terror contra los mencheviques, social-revolucionarios y otros, y en carta al comisario del Pueblo Kursky, en 1922, escribía: "En mi opinión, puede ampliarse la aplicación del fusilamiento a todas las actividades mencheviques, socialrrevolucionarias y similares; se ha de hallar una fórmula que sitúe estos hechos punibles en relación con la burguesía internacional". Y, también al mismo Kursky y por las mismas fechas: "El tribunal no debe eliminar el terror, antes bien, debe establecerlo y reglamentarlo por principio, con claridad y sin adornos. Su articulación debe ser lo más extensa posible" ("Archipiélago Gulag", A. Solzhenitsin)
Participando con devoción de este espíritu claramente inmoralista, resulta incongruente que Trotsky se indigne por los actos de Stalin. Pero, sobre todo, muéstrase poco atinado. Porque todo el movimiento revolucionario ruso bolchevique, es decir, el que triunfó y estaba dirigido por Lenin y Trotsky principalmente, se sustentaba, claro está, sobre esta perversión del innato sentido moral del hombre; y, siendo esto así, era previsible, casi fatal, que el poder acabara al fin en manos de alguien como Stalin. No había que lamentarse, por tanto, de las presumibles consecuencias derivadas de unas premisas asumidas sin reservas.
A mayor abundamiento, si el poder hubiese seguido siendo administrado por Lenin o Trotsky, las depuraciones no tenían por qué haber sido menos extensas que con Stalin. Este obraba a impulsos de sospechas obsesivas (pues atribuía a los demás su misma torcida índole) y un implacable deseo de poder personal. Pero los dos primeros eran fanáticos ideólogos integristas (Trotsky, de teoría más radical), y ya sabemos los raudales de sangre que hacen derramar esta clase de líderes. El terror - y su sistematización - comenzó con Lenin, como queda expuesto.
Los cálculos revolucionarios resultaron equivocados porque el edificio comunista se construyó sobre arena. Destruyendo la "moral burguesa", eliminaron la moral a secas. Antes, Marx había levantado el acta de defunción de Dios. Así, el sistema estaba cancerado desde el principio.
En estricta justicia, no se puede decir que el comunismo haya fracasado, porque lo que construyeron estos inmoralistas no fué tal, sino una dictadura mafioso-burocrática, en la que todo rastro de fidelidad a la verdad y la justicia había desaparecido. Aunque sea un ejercicio inútil de ucronía, podemos suponer que si el movimiento revolucionario hubiese poseído el hálito cristiano que animaba a Simone Weil, hubiese tenido mayor consistencia y perdurabilidad. Pero el error grosero de aquellos "comunistas" fué destruir, junto con la clase burguesa, todo lo que erróneamente -e interesadamente- estimaban unido a ella como el efecto a la causa: la religión, la ética.
Obrando así, es cierto que quitaban obstáculos a la marcha revolucionaria. Siempre es más cómodo, y aparentemente más práctico, obrar sin escrúpulos morales que tomándolos en cuenta. Pero esto mismo, que facilitó su victoria inicial -que era la demolición de un sistema-, fué la funesta condición que impidió que el nuevo orden adquiriera robustez y permanencia, acabando demolido igualmente. Pues nada carente de espíritu puede vivir mucho tiempo.
Los horrores de aquel régimen fueron conocidos a su debido tiempo de Occidente, pero en modo alguno aceptados como tales por la flor de su intelectualidad. El fondo de justicia que teóricamente existía en la doctrina y el inicial movimiento marxistas, obnubiló las mentes de tal forma que convirtió en rabiosos defensores de un sistema criminal a personas aparentemente equilibradas y, sin duda, ilustradas. Ya en los comienzos, en la época leninista, André Bréton celebraba con increíble vileza la muerte de Anatole France (junto con la de Barrés y Loti), simplemente porque este escritor, de espíritu civilizado aunque irreligioso, y naturalmente inclinado a posiciones de izquierda por su amor a los humildes, pero escéptico y desengañado respecto de la naturaleza humana, pronto avizoró y denunció la degeneración del régimen comunista con sus abusos inhumanos. Octavio Paz describe sin paliativos en "El ogro filantrópico" aquella perversión del espíritu que impedía admitir la menor crítica del paraíso imaginario. Cita a Eluard, Aragon y Neruda que, de compromiso en compromiso, fueron aceptando falsedades, proclamando mentiras y cometiendo perjurios hasta realmente convertirse en unos desalmados.
Esta situación de mentira y depravación moral tenían que ir minando necesariamente el sistema hasta su extinción. Pero con la siniestra perspectiva de no tener una solución de recambio válida. Porque sustituir el discurso revolucionario por la adoración del becerro de oro; introducir en estos pueblos, donde la moral "burguesa" fué erradica, el culto al dinero, el egoísmo individual, el sálvese quien pueda, era instalar la ley de la jungla, el reinado de la mafia, el crimen organizado.
Y, en efecto, tal es la situación presente en Rusia. La inmensa mayoría de las actividades económicas tienen que ver con la mafia. Sobre todo, con la mafia del narcotráfico. La realidad es tan avasalladora que intelectuales de Moscú la definen como la "Gran revolución criminal", y la consideran una fase obligada, tras la cual una nueva generación quedará "limpia" y podrá dedicarse a actividades productivas legales. Lo cual no deja de ser un pronóstico, aparte de cínico, en exceso optimista. Entretanto, la mayor parte del pueblo, empobrecido y desamparado, piensa que, para él, la vida ha empeorado.
Occidente no ha podido ofrecer nada a la antigua Unión Soviética, salvo el señuelo de un materialismo práctico y liberal más eficiente y competitivo que el materialismo ideológico y estatalista. Es decir, la podrida panacea de moda. Por lo que se refiere a Dios y la moral "burguesa", también habían ido muriendo en Occidente, aunque no tan rápidamente y por decreto como en los países comunistas. De esta tarea se encargaron a dúo cierta planificación teledirigida de una sociedad de consumo, así como gran parte de la clase intelectual, filomarxista toda ella, y que, ahora, huérfana de referente, va siendo reciclada por el vigente liberalismo.
Todo comenzó cuando a alguien se le ocurrió pensar que Dios y la moral no eran sino proyecciones interesadas de la mente humana, y carentes, por tanto, de realidad externa. Esta teoría se extendió vertiginosamente y a todos los niveles. Y, sin duda, Dios no va a hacer acto de presencia para contradecirla. Tendremos que pechar con lo que hemos construído.
Ignacio San Miguel.

jueves, 6 de marzo de 2008

La naturaleza y lo natural como límite al poder

1. Justicia versus igualitarismo
2. Lo justo por naturaleza
3. Criterios naturales
4. El hombre, animal conyugal y político
5. La legalización del matrimonio de homosexuales

“No existe en absoluto la justicia, si no está fundada sobre la naturaleza;
si la justicia se funda en un interés, otro interés la destruye”.
Cicerón, Sobre las Leyes, I, 15.

Las relaciones humanas han de estar regidas por la justicia, virtud que nos pide dar a cada uno lo suyo, esto es, su derecho. Pero dar a cada uno lo suyo no significa dar a todos lo mismo. Significa únicamente que a la hora de asignar bienes, las diferencias entre unas personas y otras han de estar justificadas. Algunas de esas justificaciones son convencionales, pero otras –que llamamos “naturales”- no lo son, y a fin de que la justicia no degenere en arbitrariedad, y la arbitrariedad en tiranía, estas últimas han de ser incorporadas en las primeras.


Justicia versus igualitarismo


Sobre esta base, la virtud de la justicia no persigue tanto la anulación de toda diferencia como remediar las diferencias injustas, esto es, las que, resultando de las acciones inicuas de los hombres, no atienden en última instancia a razón natural alguna.
Por ello, invocar el concepto de justicia con el fin de anular toda diferencia natural equivale a sustraerlo de su contexto operativo y otorgarle una especie de poder metafísico del que carece. Esto es lo que en el fondo persigue toda ideología igualitarista. Ahora bien: anular realmente toda diferencia natural excede las posibilidades del obrar humano. Por eso, todo lo que el ideólogo puede hacer es fingir convencionalmente que tales diferencias no existen, pero nunca suprimirlas realmente, pues se dan al margen de nuestra voluntad.
Por lo demás, la imposibilidad metafísica de anular la naturaleza propiamente dicha conlleva la automática y arbitraria “naturalización” de otra instancia: la libertad individual en el caso del liberalismo, el consenso social en el caso del socialismo. En efecto: aunque las doctrinas modernas de derechos naturales tienen el mérito indudable de haber destacado la independencia de la subjetividad humana frente al poder político, su aproximación al derecho como algo poseído individualmente por el sujeto en un hipotético estado de naturaleza prepolítico entrañaba una importante variación respecto a la doctrina clásica del derecho natural, para la cual el derecho se establece siempre en el contexto de una relación.
Ahora bien: precisamente el oscurecimiento de este originario contexto relacional del derecho está en la base de la dialéctica moderna que contempla alternativamente a los individuos o a la sociedad como fuente de todo derecho, naturalizando de este modo, ya la libertad individual, ya el consenso social. Por lo demás, para ambas ideologías la cuestión de la justicia parece reducirse únicamente a la ampliación del campo de los derechos subjetivos, sin más límites que los impuestos externamente por la técnica. Implícita en esta aproximación a la justicia y al derecho hay una visión puramente tecnocrática de la sociedad, mitigada –en el caso del socialismo- con una retórica igualitaria más o menos sentimental, que, lejos de restituir a la sociedad su intrínseca dimensión ética, simplemente salpica de emoción la tecnoestructura subyacente.
Sin embargo, en contra de todas las apariencias, la sustitución de la naturaleza por la libertad individual o por un supuesto consenso social, no conduce a una mayor libertad, ni de los individuos ni de la sociedad en su conjunto. Más bien ocurre todo lo contrario: la renuncia a lo natural como criterio de la praxis jurídica y política conduce inmediatamente a imponer el (des)criterio de unos pocos sobre todos los demás. Más aún: tal y como ha destacado Spaemann, el sentido de lo que llamamos “derechos humanos”– que ha sido históricamente destacado por el pensamiento liberal- desaparece tan pronto los pensamos al margen de la naturaleza, porque, en ese preciso momento, desaparece la última frontera que sustrae al hombre de toda manipulación arbitraria por parte del poder político.
En efecto: la imposibilidad metafísica de anular toda diferencia natural no es el único ni el principal inconveniente de las versiones igualitaristas de la justicia. Además de este inconveniente metafísico –y relacionado con él- se da un inconveniente ético: si prescindimos de toda diferencia natural, si no reconocemos públicamente un lugar para “lo justo por naturaleza” nos quedamos sin criterio operativo para distinguir entre convenciones justas e injustas, entre leyes justas e injustas.
Por eso no es de extrañar que la apelación a la naturaleza y a lo natural, para justificar la legitimidad o la falta de legitimidad de una determinada medida legislativa no sea un pensamiento agradable a los que están en el poder. En efecto: la apelación a la naturaleza resulta incómoda a los poderosos porque entraña el reconocimiento de que su poder tiene un límite que no es manipulable –como sí lo es, en cambio, la apelación a los votos recabados en unas elecciones-.
Por el contrario, la arbitrariedad derivada de la apelación al consenso como única medida de la convivencia política sólo se evita en la medida en que todos reconocemos como criterio una instancia no constituida por ninguno de nosotros. Mucho más respetuoso con la libertad de todos resulta tomar como criterio de discernimiento “lo justo por naturaleza”, que, como su nombre indica, no ha sido definido por nadie y por tanto vale para todos por igual.


Lo justo por naturaleza


Ciertamente, no cabe hablar de “lo justo por la naturaleza” sin hacer una aclaración previa, pues a lo largo de la historia del pensamiento político y jurídico se han planteado dos formas radicalmente diversas de entender esta expresión. Para una de ellas, “lo justo por naturaleza” equivale al derecho del más fuerte, bien entendido que –como hace notar Sócrates a Trasímaco- “el más fuerte” no es simplemente el que goza de mayor poderío físico: puede referirse también a la fuerza de la mayoría, o a la fuerza de los que tienen suficiente poder como para generar un ficticio consenso y hacerlo pasar por último criterio de actuación.
Esta visión de lo “justo por naturaleza” como el derecho del más fuerte, fue abanderada en la Antigüedad por sofistas como Antifonte y su discípulo el general ateniense Alcibíades, protagonista del famoso incidente de Melos relatado por Tucídides en su Guerra del Peloponeso. Fue asimismo representada –e indirectamente criticada- magistralmente por Platón en las figuras de Calicles en el diálogo Gorgias, y Trasímaco, en el primer libro de la República. Pero precisamente en estos dos Diálogos, el propio Platón se hace eco de otra acepción de “lo justo por naturaleza”, a saber, la representada por Sócrates, el cual, mostrando las inconsistencias de la postura de Calicles y Trasímaco, propone entender lo justo por naturaleza no como lo fácticamente impuesto por el más fuerte, sino como “lo racional”. Implícita en la propuesta de Sócrates está la idea de que lo más natural al ser humano, es decir, “lo que de verdad y en el fondo queremos, en cuanto que somos esencialmente seres racionales”, no es imponer el propio parecer y los propios gustos a los demás, sino más bien regular nuestras relaciones con ellos atendiendo a razones que podemos compartir sin violencia. Y precisamente en esto último consiste para Sócrates la apelación a lo natural como criterio de justicia.
Ahora bien: la apelación clásica a lo natural como criterio está pensada para ser eficaz no sólo en la vida privada, sino también en la vida política. En este contexto puede venir bien recordar cómo, según Aristóteles, la justicia política no estaba constituida únicamente por la justicia legal, sino también por la justicia natural. “La justicia política –escribe Aristóteles- se divide en natural y legal” (EN, V, 7). A diferencia de lo que se plantea con Hobbes y Locke, el derecho natural no era para Aristóteles una realidad pre-política sino algo implícito y constituyente de la misma vida política. De acuerdo con esto, la justicia que ha de vivirse entre ciudadanos libres e iguales consiste ciertamente en dar a cada uno lo suyo o su derecho, pero este derecho tiene dos fuentes, la razón natural y la convención de los hombres.
En efecto: en el mismo lugar, Aristóteles sigue describiendo la justicia natural y legal con las siguientes palabras: “natural, la que tiene en todas partes la misma fuerza, independientemente de que lo parezca o no, y legal la de aquello que en un principio da lo mismo que sea así o de otra manera, pero una vez establecido, ya no da lo mismo, por ejemplo, que el rescate cueste una miina, o que se deba sacrificar una cabra y no dos ovejas…”.
Sorprendente en las palabras de Aristóteles es la alusión a que lo natural tiene en todas partes la misma fuerza “independientemente de que lo parezca o no”: la posibilidad de sustraerse a las apariencias, para reconocer lo natural que se oculta en o detrás de ellas es un rasgo que define la aproximación de Aristóteles a la justicia, lo que le permite afirmar sin lugar a dudas que no toda justicia es convencional, resultado del común acuerdo de los hombres. Más aún: tal y como las palabras precedentes ponen de manifiesto, ni siquiera la justicia convencional es ya sólo puramente convencional, una vez que ha sido establecida –siempre que no haya sido establecida en contra de lo natural.
Ciertamente, algunas de las justificaciones que empleamos habitualmente para discernir una asignación de bienes justa de otra injusta parecen apelar a instancias puramente convencionales. Así, la asignación de los puestos de honor en un banquete puede justificarse apelando a criterios más o menos convencionales de rango y posición social. De igual manera, la asignación de un puesto de trabajo a determinadas personas que cumplen determinados requisitos formales en lugar de otras que no los cumplen, incluso a pesar de que cuenten con una mayor preparación específica para la tarea en cuestión, tiene también mucho de convencional.
Sin embargo, los ejemplos aludidos ya ponen de manifiesto que, si tales justificaciones convencionales no han de ser finalmente arbitrarias, deben remitir en última instancia a criterios que ya no son puramente convencionales; sino que deben remitir a una instancia que ya no sea, sin más, convencional.
Así, aunque es sin duda convencional que determinadas personas, en atención a su rango social, antecedan a otras en los puestos de honor en un banquete, la distinción de rangos como tal debe justificarse apelando a criterios de otra índole: por ejemplo, apelando al hecho de que esa persona o sus ancestros hayan prestado determinados servicios a la sociedad, o tal vez al hecho de que tal persona esté actualmente constituida en autoridad, lo cual se supone que es también un servicio a la sociedad (aunque en ocasiones más bien parezca lo contrario). Por lo demás, es obvio que algo se rebela en nosotros cuando el comportamiento de esas personas, convencionalmente investidas de una mayor dignidad, no se ajusta al reconocimiento que reciben en atención a los servicios que justifican tal investidura. Pienso que en esa natural indignación hemos de reconocer asimismo una referencia a un orden que no es puramente convencional, sino natural, pues pertenece a la naturaleza de los asuntos humanos que las personas se comporten de acuerdo con la dignidad que les ha sido conferida.
Igualmente, aunque el acceso a determinados puestos de trabajo esté regido por el cumplimiento de una serie de requisitos formales, que cabe calificar de convencionales, no cabe duda de que, para no ser arbitrarios ni injustos, tales requisitos deben remitir de alguna manera a criterios que, al menos en general, respondan a la naturaleza de las cosas. Por eso también nos sentimos presa de una natural indignación cuando los criterios formales, lejos de ser reflejo de una valía real, llegan a convertirse en una excusa para apartar a los que efectivamente están mejor capacitados para desempeñar una tarea concreta.
En suma: en nuestro comportamiento habitual, exigimos que los criterios convencionales sean respaldados por criterios de otra índole, que a falta de una palabra mejor, podemos llamar “naturales”.


Criterios naturales


Ahora bien: al hablar de “criterios naturales” no estamos únicamente apuntando la idea de una necesaria adecuación entre rango y comportamiento, capacidad y tarea. Es decir: no apuntamos únicamente la obviedad de que un ser se ha de comportar de acuerdo con su naturaleza, a fin de no perder su dignidad peculiar. Más allá de esto, y de un modo mucho más fundamental, con la referencia a lo natural y a la naturaleza queremos referirnos a un origen no meramente convencional, es decir: un origen que no resulta únicamente del acuerdo de los hombres y que, precisamente por eso, puede constituirse en criterio para discernir qué convenciones son conforme a la naturaleza y cuáles no lo son.
En este sentido conviene notar que, en contra de lo que pudiera parecer a primera vista, no sólo las capacidades, sino tampoco los rangos, obedecen simplemente a motivos convencionales. En el caso de las capacidades es claro: a fin de cuentas, el origen de su desigual repartición entre los seres humanos no es otro que la naturaleza. Pero también en el caso de los rangos ocurre algo parecido: no tanto porque los rangos sean naturales en el mismo sentido que lo son las capacidades, sino porque lo que está en la base de los rangos –premiar un servicio prestado- sí es natural: sólo que en este caso la palabra “natural” va más allá del simple origen físico, hasta designar la naturaleza moral del hombre. En virtud de esta última podemos hablar de “lo justo por naturaleza”, pues con esta expresión sencillamente indicamos que es conforme a la naturaleza moral del hombre mostrar agradecimiento por los servicios prestados, aunque ciertamente sea convencional que dicha gratitud se manifieste con tales honores.
En efecto: como ha quedado implícito en las reflexiones precedentes, el sentido primario de la apelación a lo justo por naturaleza no es constituir la naturaleza física en criterio moral o jurídico, y esto por dos razones fundamentales. La primera es que en tal apelación va implícita la referencia a una relación, y no simplemente a la naturaleza individualmente tomada. No es la naturaleza como tal, sino, en todo caso, la relación de conveniencia entre algo y la naturaleza lo que delimita el sentido de lo justo por naturaleza.
Ahora bien –y aquí se sitúa la segunda razón-: en el caso del hombre ésta no es jamás una naturaleza puramente física, unida azarosa o accidentalmente a una facultad racional, sino una naturaleza esencialmente racional, en donde la palabra “racional” no sólo designa la posesión de una facultad concreta, sino que denota un principio formal que afecta a la totalidad del organismo. Esto significa, en primer lugar, que el organismo humano, con sus tendencias naturales está marcado por una esencial apertura a la razón, de tal manera que el hombre sólo puede vivir bien en la medida en que integra racionalmente los bienes incoados en sus tendencias. Pero, al mismo tiempo, poseer una naturaleza racional comporta que la razón, que informa esencialmente aquel organismo con sus tendencias, no es ella misma indiferente a tal organismo ni a tales tendencias. De hecho, el término “razón”, a diferencia del término “intelecto”, presupone un organismo con tendencias, cuyos fines propios son naturalmente conocidos por la razón. En eso precisamente estriba, para Tomás de Aquino, la diferencia entre los ángeles –criaturas intelectuales- y los hombres –criaturas racionales.
Ahora bien: precisamente porque el hombre que es sujeto de relaciones de justicia no es razón pura sino que está dotado de un cuerpo, su misma corporalidad resulta moralmente relevantes, a la hora de justificar determinadas diferencias.
Así, por ejemplo, el hecho de que los seres humanos seamos seres corpóreos justifica que estemos más obligados frente a los seres que tenemos espacialmente más cerca que a frente a los que tenemos más lejos. Asimismo, el hecho de que los seres humanos no sean pura razón desencarnada, sino que se generen unos a partir de otros y mantengan vínculos de sangre, puede incluso ser invocado públicamente como una especie de justificación para dar preferencia a los familiares sobre a los extraños. Así, se suele admitir que un padre no está obligado a declarar en un juicio en contra de su hijo. Y algo semejante cabe decir de la mujer, que no está obligada a declarar en contra de su marido. Después de todo, como dice Aristóteles, el hombre es un animal “más conyugal que político”. En ese “más” va implícita la referencia a una condición más básica, más fundamental que la misma participación en la vida pública, que Aristóteles incluye en su definición de hombre.


El hombre, animal conyugal y político


En efecto: según Aristóteles la comunidad conyugal es anterior a la política si atendemos a las condiciones de posibilidad de la misma comunidad política. Sin embargo, la comunidad política es anterior a la conyugal si consideramos en qué condiciones la naturaleza humana muestra de hecho sus virtualidades más específicas, es decir, en qué condiciones el hombre llega a manifestarse plenamente como humano.
Así, cuando al comienzo de la Política observa que el hombre es un animal político por naturaleza su intención no es únicamente señalar que el ser humano posee una inclinación a la vida social, pues, de alguna manera, esto se da también en otros animales. Más allá de esto, Aristóteles está interesado en mostrar que el ser humano sólo alcanza a manifestarse como tal asumiendo las responsabilidades derivadas de su vida en sociedad. Pues la sociedad humana es una sociedad peculiar, intrínsecamente ética. En efecto: Aristóteles observa que en el caso del hombre, y precisamente porque está naturalmente dotado de palabra, no cabe hablar de una sociedad similar a la que se da –como él mismo sugiere- entre las abejas. Por el contrario, en el hecho de que el hombre esté naturalmente dotado de palabra y no solamente de voz, Aristóteles descubre el carácter intrínsecamente ético de la sociedad humana: pues la palabra, a diferencia de la voz, no simplemente es expresión de estados subjetivos, sino que transmite contenidos objetivos, y por ello es vehículo apropiado para hablar de “lo justo y lo injusto, lo útil y lo nocivo”.
Lo presupuesto en tales palabras es que estas cosas –lo justo y lo injusto, lo útil y lo nocivo- poseen un sentido objetivo que no depende en última instancia de nuestras decisiones, y cuyo reconocimiento garantiza que la misma vida social no se edifique sobre premisas arbitrarias o intereses irracionales, sino más bien sobre convenciones respetuosas con la naturaleza de las cosas y que, por eso mismo, son capaces de sustraerse a la manipulación ideológica.
En efecto: si por un lado el hombre sólo alcanza a desarrollar su humanidad en sociedad, por otro, la sociedad sólo es realmente humana cuando respeta la naturaleza del hombre, es decir, cuando encuentra en la naturaleza del hombre su pauta de desarrollo. Pues el auténtico desarrollo humano supone el respeto –nunca la anulación- de una naturaleza que no ha sido otorgada por la sociedad. Del respeto a dicha naturaleza depende, en general, el respeto al ser humano. Y al contrario: la violación de esa naturaleza entraña siempre una violación del ser humano.
Ahora bien: como premisa fundamental de la misma comunidad política, a la que hace en última instancia posible, se encuentra ese otro tipo de comunidad que Aristóteles no vacila en considerar más arraigada en nuestra naturaleza que la misma inclinación racional a la vida política: no tanto porque el hombre se defina esencialmente como animal conyugal, cuanto porque la conyugalidad define el modo humano, racional, de dar cumplimiento a una inclinación más elemental que la misma inclinación racional, como es la inclinación sexual:
“La amistad entre marido y mujer –dice Aristóteles- parece fundada en la naturaleza, pues el hombre, por naturaleza, tiende antes a vivir en parejas que en comunidades políticas, en la medida en que es anterior, y más necesaria, la casa que la ciudad, y en que la procreación es más común a los animales. Ahora bien, los demás animales se asocian sólo en la medida en que ésta lo requiere; el hombre y la mujer cohabitan, no sólo por causa de la procreación, sino también para los demás fines de la vida; en efecto, desde un principio están divididas sus funciones, y son diferentes las del hombre y las de la mujer, de modo que se complementan el uno al otro poniendo a contribución cada uno lo que le es propio. Por eso también parecen darse en esta amistad a la vez lo útil y lo agradable. Y también puede tener por causa la virtud o excelencia, si ambos son buenos, porque cada uno tiene su virtud propia, y pueden hallar placer en esto. Por otra parte, los hijos parecen ser un lazo entre ellos, y por eso se separan más fácilmente los que no los tienen: los hijos son, en efecto, un bien común a ambos, y lo que es común mantiene la unión. En cuanto a la cuestión de cómo debe vivir el hombre con la mujer, y en general el amigo con su amigo, no parece que en ella deba investigarse otra cosa sino cuál es la actitud justa, porque evidentemente no es la misma para con el amigo, el extraño, el camarada y el compañero de estudios”. (En, VIII, 12,1162 a 16-33).


La legalización del matrimonio de homosexuales


Precisamente esta reflexión nos permite dirigir nuestra atención a la reciente ley del matrimonio de homosexuales. Sin duda, tal ley no ha caído del cielo. Tampoco puede decirse que haya nacido de un clamoroso respaldo popular. Con todo, la lamentable pasividad con la que ha sido recibida sugiere que cae en un terreno abonado previamente con un perfumado estiércol. En efecto: por diversas causas que no procede examinar aquí, el hombre contemporáneo se ha acostumbrado a considerar su vida y su sexualidad como bienes adyacentes, no constitutivos, de su individualidad; como bienes con los que no se identifica realmente, sino que simplemente usa a su arbitrio, sin más orientación que lo que le dicten sus inclinaciones de cada momento. El pensamiento de que hay inclinaciones más o menos rectas, y que tal rectitud o falta de rectitud es naturalmente conocida por nuestro entendimiento, en la medida en que éste es el entendimiento de un ser esencialmente corpóreo y sexuado, se le antoja un pensamiento extraño o alienante, probablemente porque, en esta materia, las “persuasiones falsas” inducidas por la cultura de masas encuentran un importante aliado en la debilidad humana. Tales persuasiones falsas tienen que ver, sobre todo, con la idea –obviamente falsa- de que nuestra libertad es absoluta, es decir, de que somos simultáneamente dueños de nuestras acciones y de los efectos de nuestras acciones sobre nuestra naturaleza. Como si pudiéramos lanzar la piedra y, al mismo tiempo, evitar que después cayera por su propio peso.
Sin embargo, no hace falta mucha reflexión para advertir que la verdadera extrañeza o alienación comienza cuando, en la práctica, el hombre renuncia a aquel pensamiento directivo, que le muestra que, efectivamente, hay inclinaciones rectas y otras que no lo son. Pues éste es, de hecho, el único pensamiento capaz de introducir orden y unidad en nuestra vida fragmentada, sencillamente porque responde a la misma naturaleza de las cosas.
* ¿Pero acaso no cabe forzar la naturaleza, y de este modo adaptarla mejor a nuestros intereses? ¿Acaso no lograríamos con ello una mayor liberación, una mayor autonomía?
* Ciertamente, es técnica y legislativamente posible forzar la naturaleza, pero con ello no se llega jamás a una instancia más fundamental que la naturaleza misma –no se llega, por ejemplo, a la libertad-, sino que simplemente se deteriora indefinidamente la base de la convivencia humana y se causa un daño al hombre mismo. Pues, lo queramos o no, el ser humano no posee una libertad utópica, desarraigada, carente de supuestos. Muy al contrario: su personalidad se asienta en una base natural y se desarrolla únicamente en la medida en que libremente asume dicha base natural.

Nuestra libertad tiene un principio natural. Y los actos que contrarían dicho principio no consiguen para nosotros un mayor espacio de libertad. Simplemente nos deterioran más y más como personas. Entre esos actos se cuentan, ciertamente, los que la tradición ha llamado “actos contrarios a la naturaleza”. En un contexto cultural decididamente corrupto, en el que tales actos eran práctica común, el Platón de Las Leyes no dudó en plantearse la cuestión decisiva: “examinar qué de lo instituido lleva a la virtud y qué no” (Leyes, VIII, 836d). En efecto: tal y como observa Aristóteles “todos los que se preocupan por una buena legislación indagan sobre la virtud y la maldad cívicas”, pues –sigue diciendo- “la ciudad no es simplemente una comunidad de lugar para impedir injusticias recíprocas y con vistas al intercambio. Estas cosas, sin duda, se dan necesariamente si existe la ciudad; pero no porque se den todas ellas ya hay ciudad, sino que ésta es una comunidad de casas y familias para vivir bien, con el fin de una vida perfecta y autárquica. Sin embargo, no será posible esto si no habitan un mismo lugar y contraen entre sí matrimonios” (Política, III, 9). El matrimonio, que es esencialmente heterosexual, está en la base de la misma sociedad política.
Esto último explica también que en sus Principios Metafísicos de la Doctrina del Derecho, Kant excluyera absolutamente toda legitimación jurídica de los actos sexuales contrarios a la naturaleza. A su juicio, tales actos “en tanto lesionan a la humanidad en nuestra propia persona , no pueden librarse de una total reprobación, sin restricción ni excepción alguna” (MC, 6: 277). En efecto: ninguna manipulación técnica, ninguna ficción legal puede evitar que la naturaleza siga siendo naturaleza, ni que la naturaleza de una persona deje de ser el criterio para discernir qué acciones constituyen realmente una ayuda y cuáles, por el contrario, la dañan. Pues, tal y como apunta Spaemann, no se puede escupir a alguien en la cara y sostener al mismo tiempo que no se le ha querido ofender como persona. El cuerpo humano, su vida, su sexualidad, es el hombre mismo. En esto precisamente se basa la atinada observación de Kant: “la adquisición de un miembro del cuerpo de un hombre es a la vez adquisición de la persona entera, porque esta es una unidad absoluta; por consiguiente, la entrega y la aceptación de un sexo para goce del otro no sólo es lícita con la condición del matrimonio, sino que sólo es posible con esta condición” (MC, 6: 278).
Por todo ello cabe decir que lo verdaderamente racional es el reconocimiento de la naturaleza y lo natural, no su anulación. Por lo demás, tal reconocimiento de lo natural no tiene únicamente relevancia en el ámbito privado, a fin de encaminar correctamente la propia vida. Tiene también relevancia, y mucha, en el ámbito público, en la medida en que ha de regularse con leyes justas, que realmente garanticen que cada uno recibe lo suyo –no lo de otro. En este sentido, el hecho de que haya una complementariedad natural entre los sexos, justifica un tratamiento públicamente diferenciado de las relaciones sexuales entre personas de distinto sexo y personas del mismo sexo. Designar con el mismo nombre dos relaciones distintas por naturaleza es contravenir la justicia natural y, en lo que supone de anulación de todo criterio extra-convencional de justicia, constituye un paso decisivo hacia la tiranía.
La justicia, sin duda, consiste en “una cierta igualdad”. Esta “cierta igualdad” obedece a la igualdad esencial entre los seres humanos. Sin embargo, tal y como apunta Aristóteles, “no hay que dejar en olvido en qué cosas hay igualdad y en cuáles desigualdad, pues esta cuestión presenta una dificultad y reclama una filosofía política” (Pol. III, 12). En efecto: la igualdad esencial que existe entre los hombres no es por sí sola un motivo para considerar irrelevantes las diferencias secundarias que existen entre ellos, ni constituye tampoco una invitación a desestimar tales diferencias, sin preguntarse a qué obedecen. Pues, al lado de unas diferencias puramente convencionales, hay otras cuyo reconocimiento pertenece a la integridad del bien humano, en la medida en que el ser humano no es razón pura, sino un ser corpóreo, que realiza su corporalidad de dos modos claramente definidos, como varón y como mujer.
Por esta razón, el tipo de igualación que reclama la justicia no puede confundirse con la anulación artificial de toda diferencia natural: esto último, más bien, nos dejaría sin criterio alguno para discernir qué igualaciones son justas y cuáles son injustas, entregándonos sin remedio al arbitrariedad demagógica de los poderosos.

Ana Marta González