miércoles, 6 de mayo de 2009

EL COLAPSO DE LA AGRESIÓN MARXISTA

EL COLAPSO DE LA AGRESIÓN MARXISTA

La diferencia entre una sociedad «prefabricada» bajo la profecía de un aparente paraíso terrenal y la sociedad abierta, basada en la libre y responsable actuación de sus ciudadanos, es —afirma Popper— la clave que explica el fin del marxismo y el triunfo de los regímenes democráticos. Ciertos rasgos de su autobiografía y una aguda reflexión se unen en este texto, que recoge la conferencia pronunciada por este conocido filósofo en el Foro Príncipe de Asturias de la Expo-92. Se trata de un tema que continúa vivo y que necesita una mayor reflexión teórica en favor de la libertad.


Por Karl Popper
Como habrán podido deducir del título de mi artículo, soy un adversario del marxismo. Me he propuesto escribir sobre el ataque marxista contra nuestra civilización occidental. Esta agresión comenzó con la Revolución de septiembre de 1917 de Lenin y Trotski. Muchos de los testigos de aquellos días todavía estamos vivos.
Introducción
Muy pocos somos lo suficientemente viejos para recordar personalmente el comienzo de todas nuestras tribulaciones. Sin embargo, yo soy una de las contadas personas vivas que recuerdan con claridad el 28 de junio de 1914, día en que el archiduque Francisco Fernando fue asesinado en Sarajevo. Todavía puedo oír la voz del vendedor de periódicos anunciando que el asesino era un serbio («Der Täter ein Serbe!). Recuerdo con intensidad el estallido de la Primera Guerra Mundial, el 28 de julio de 1914 (mi duodécimo cumpleaños). Me enteré de la guerra por una carta de mi padre, y por un largo cartel en el que estaba impreso un manifiesto del emperador Francisco José dirigido «a mis pueblos». Recuerdo el día de 1916 en que me di cuenta de que Austria y Alemania iban a perder la guerra que habían iniciado; los días en que una revolución democrática comenzó en Rusia; el golpe de Estado de Lenin contra el Gobierno de Kerenski y el inicio de la guerra civil en Rusia; el tratado de paz de Brest-Litovsk entre Alemania y la Rusia de Lenin y Trotski; y el colapso de los Imperios germánico y austriaco, cuando acabó la guerra en octubre de 1918. Estos hechos figuran entre los más importantes que recuerdo y que, como puedo ver ahora, llevaron al género humano al borde de su completa destrucción.
En un texto breve debo, claro está, ser extremadamente simple. Sólo puedo pintar un retrato histórico con pincel muy grueso y colores crudos.
Retrato histórico
Antes de la Primera Guerra Mundial, la industrialización en Europa occidental, Alemania y Norteamérica podía haber conducido a la victoria de una sociedad genuinamente liberal. De hecho, estas partes del mundo gozaron de libertad y de un gran éxito económico: fronteras abiertas, ausencia de pasaportes, violencia y criminalidad en descenso, una alfabetización progresiva; alza de salarios y prosperidad. Gracias a los avances tecnológicos, se habían mejorado las condiciones del trabajo manual, que todavía eran horriblemente duras. La Primera Guerra Mundial, comenzada por Alemania y Austria, destruyó todo esto, y demostró que no se podía confiar ya en las viejas formas de gobierno, que habían permitido la guerra.
Las potencias vencidas —Alemania, Austria y Turquía—, parcialmente influidas por la Revolución rusa, fueron derrotadas desde fuera, aunque también alguno de estos países padeciese una revolución interna, especialmente Austria. De las potencias vencedoras, Francia e Italia sufrieron sacudidas profundas. Únicamente Gran Bretaña y Estados Unidos siguieron encaminando sus pasos hacia la reforma liberal; pero en Inglaterra sólo tras la derrota de una huelga general, que constituyó un intento de iniciar una revolución.
El ejemplo de los dos países anglófonos tuvo, indudablemente, un efecto estabilizador, a pesar de la gran quiebra bancaria y de la Gran Depresión. En 1935, Inglaterra, incluso bajo el peso del desempleo y de la amenaza hitleriana, fue la nación industrial más feliz que he visto en Europa a lo largo de toda mi vida; cada trabajador manual, cada conductor de autobús y cada taxista era un perfecto caballero. Pero la victoria marxista en Rusia y las enormes sumas gastadas por los comunistas en propaganda y en organizar la revolución mundial condujo a todos los países del mundo a una polarización política entre izquierda y derecha. Esta polarización desembocó en Italia, bajo el mandato de Mussolini, en el fascismo, y fue pronto copiada por los movimientos fascistas de otros países europeos, especialmente Alemania y Austria. Este proceso trajo consigo, además, una guerra civil endémica.
De esta forma, se llegó a la situación siguiente; en el Este, especialmente en la Unión Soviética, el marxismo reinó sin piedad, con poderes dictatoriales, basados en una ideología poderosa, que se asentaba sobre un arsenal de mentiras. En Occidente, bajo la influencia de los partidos marxistas, de la propaganda y de la fascinación del poder ruso, se forjó una seria amenaza de violencia por parte de la izquierda, que provocó el contrapoder de la derecha, reforzando así a los fascistas. Alemania, Austria y la parte meridional de Europa sucumbieron al fascismo bajo la aguda oposición entre izquierda y
derecha, que culminó en la terrible guerra civil española, concebida por los soviets y los nazis alemanes como una experimentación de la guerra moderna.
También en Francia y Gran Bretaña proliferaron los partidos fascistas; sin embargo, allí se mantuvo la democracia, así como en los países más pequeños del Norte.
En la situación que precedió a la guerra de Hitler contra Occidente, casi todas las personas sensatas, casi todos los intelectuales, declararon que la democracia era justamente una fase transitoria en la historia humana, y profetizaron su inminente desaparición. Curiosamente, yo comencé mi libro La sociedad abierta y sus enemigos con un ataque hacia estas personas y hacia la funesta moda de profetizar sobre la historia.
Hitler comenzó entonces la Segunda Guerra Mundial, que perdió gracias a un hombre: Winston Churchill. Con su ayuda se cimentó la coalición de las democracias occidentales y Rusia, capaz de aplastar a Hitler y a sus aliados. Como consecuencia, el poder de la izquierda, dentro de la polarización izquierda- derecha, se hizo, después de la guerra, más fuerte que antes. Aunque el fascismo fue derrotado en todos los frentes al caer Hitler y Mussolini, surgió una guerra fría mucho más amenazante entre el Este y el Oeste: el Este quedó más unificado que nunca bajo el puño férreo de la dictadura comunista, las democracias occidentales se vieron desgarradas internamente y minadas por una izquierda manipulada y apoyada por los soviéticos, que agitaban también el Oriente Medio. En todo el mundo se produjo una reacción contra los llamados países capitalistas de Occidente.
A pesar de esto, las democracias libres, las sociedades abiertas de Occidente, vencieron. No fueron ellas las que se quebraron por la fuerza de sus colosales tensiones internas, discutidas siempre en debates abiertos. La primera dictadura comunista que sucumbió fue el régimen, altamente integrado y totalitariamente unido, de Alemania Oriental, que logró aflojar el puño de hierro del Imperio Soviético.
Reflexionen un instante sobre las inmensas tensiones que las democracias han sido capaces de soportar... No me equivoco si mantengo que ésta ha sido la mayor tensión que nunca haya soportado poder político alguno. Este grupo de potencias constituía un manojo no muy apretado de naciones democráticas. Cada una de ellas se hallaba desgarrada por fuerzas internas y se vio amenazada, incluso atacada, por enemigos exteriores aplastantes que agudizaban las luchas intestinas. Cada una de ellas tenía graves problemas que resolver, tan específicos, que difícilmente podían ser entendidos por sus estrechos aliados. Cada nación era «una casa dividida contra sí misma» (cfr. Mc 3, 25) y tremendamente amenazada desde el exterior. Pero estas casas, estas sociedades, podían resistir y resistieron; eran sociedades abiertas.

Sin embargo, fue la casa más sólida y estrechamente unida, que permanecía aferrada por cadenas de hierro, la que se quebró estallando en mil pedazos.
De esta forma, las sociedades abiertas han ganado y el Imperio soviético ha perdido. Ha sido vencido, afortunadamente, sin disparar un solo tiro, al menos hasta ahora. Somos nosotros quienes ayudamos a los antiguos enemigos en su miseria. Una miseria que el marxismo ha acarreado, y que ha sumido en parte a Occidente en una crisis económica.
Mi teoría sobre estos acontecimientos cruciales de los que somos testigos desde 1989, y aún lejos de haber terminado, puede quedar sintetizada en la siguiente fórmula:
«El marxismo ha muerto a causa del marxismo.»
La teoría marxista, la ideología marxista, era quizá bastante clara, pero contradecía los hechos de la historia y de la vida social. Era una teoría absolutamente falsa y absolutamente pretenciosa. Sus muchas falsedades y mentiras teóricas iban envueltas en otras de todos los tamaños. La mentira, basada en una autoridad brutal y en la violencia, se convirtió enseguida en la moneda intelectual corriente de la clase dictatorial de Rusia y de quienes aspiraban a convertirse en dictadores, fuera de Rusia. El universo de mentiras creó en el interior un «agujero negro» intelectual. Como saben, un «agujero negro» tiene poder ilimitado para devorar y reducir cualquier cosa a la nada. Así, desapareció la diferencia entre mentir y decir la verdad. La vaciedad intelectual acabó devorándose a sí misma: el marxismo murió a causa del marxismo. De hecho, ya había perecido hacía tiempo. Pero temo que millones de marxistas, del Este y del Oeste, continúen adhiriéndose al mismo, como hicieron antes, ignorando lo sucedido en el mundo real. Siempre se pueden silenciar los hechos o explicarlos de manera interesada.
Hasta aquí la introducción a mi artículo, que ha sido una descripción histórica, algo sumaría. El resto de mi exposición se dividirá en dos partes. La primera trazará un perfil y una crítica breves del marxismo. En la segunda trataré de mostrar cómo se puede utilizar la nueva situación para lograr una mejora de nuestras vidas a través de una reforma política. Una reforma de nuestras democracias, que sea no tanto un cambio de las instituciones como de nuestros puntos de vista.
Experiencias personales
Ya que la introducción ha sido quizá demasiado impersonal, querría insertar aquí algunas consideraciones autobiográficas, dejando a un lado el estilo abstracto antes de llegar a la explicación de la teoría marxista y a su refutación crítica. Adoptó, pues, un estilo más vivo, relatando la etapa juvenil de mi biografía. Deseo contar cómo me convertí al marxismo, o cómo estuve a punto de hacerlo, y cómo me arrepentí haciéndome adversario del mismo durante toda mi vida. Esto ocurrió antes de cumplir diecisiete años: el 28 de julio de 1919.
Mis padres eran pacifistas convencidos, aun antes de la Primera Guerra Mundial. Mi padre era un abogado liberal, un jurista muy académico influido por Immanuel Kant, Wilhelm von Humboldt y John Stuart Mill. Yo tenía 14 ó 15 años durante la Guerra. Inicialmente me impresionó un sugerente juicio sobre la dificultad de libertad política. Paseando por Viena, tras el monumento a Gutenberg, meditando sobre la paz y la democracia, me dejé impresionar por la evidencia de que la democracia jamás se pueda estabilizar realmente. En el momento en que se cree que la libertad se ha consolidado, las gentes comienzan a pensar que ya está garantizada, y de esta forma la ponen en peligro. En lo sucesivo quizá dejen de apreciarla, ya que no son capaces de imaginar lo que la pérdida de libertad puede suponer: quizá el terrorismo, o tal vez la guerra.
A pesar de esta luminosa intuición, me sentí atraído por el Partido Comunista, que se proclamaba el partido de la paz, al firmarse el tratado de Brest-Litovsk, en marzo de 1918. Se hablaba mucho de paz en los días anteriores al final de la Primera Guerra Mundial, pero nadie —salvo los comunistas— estaba dispuesto a hacer sacrificios políticos por ella. Esta era la idea manifestada por Trotski en Brest-Litovsk y su mensaje al resto del mundo. Yo, evidentemente, recibí el mensaje, aunque no confiaba en los bolcheviques, de cuyo fanatismo y afición a mentir me había hablado mucho un amigo ruso. Sin embargo, su nueva declaración de pacifismo me sedujo.
Después del colapso de los imperios germano y austríaco, decidí, por diversas razones, dejar la escuela y prepararme por libre para los exámenes de ingreso en la universidad. Poco después, movido por la inquietud y cierta curiosidad, traté de averiguar qué era el Partido Comunista. Aproximadamente en abril de 1919 fui a la sede del Partido y me ofrecí como «chico de recados». Yo sabía muy poco de la teoría marxista y, aunque era demasiado joven para ser militante del Partido, fui recibido con los brazos abiertos por sus más altos jefes. Ellos me utilizaron para toda clase de servicios. Con bastante frecuencia, y a pesar de lo extraño del caso, presencié sus conferencias menos secretas y aprendí mucho acerca de su forma de pensar. A punto estuve de caer en lo que más tarde denominaría ratonera ideológica marxista. Me hallaba fuertemente motivado por lo que creía ser mi deber moral; y fue esto lo que casi me atrapó.

La teoría marxista
Describiré ahora la ideología y su trampa, y después cómo evité caer en ella, gracias al impacto que me produjo una terrible experiencia que actuó en mí como un revulsivo moral.
La doctrina o ideología marxista presenta varios aspectos. El más destacado es que se trata de una teoría sobre la Historia capaz, hipotéticamente, de predecir el futuro del género humano con una certeza absoluta y científica (aunque sólo en su aspecto global). Más específicamente, cree ser capaz de predecir las revoluciones sociales de la misma manera que la astronomía newtoniana puede predecir los eclipses de sol y de luna. El punto de vista básico sobre el que Marx fundamentó su teoría se refleja en la siguiente fórmula: toda la historia humana es la historia de la lucha de clases.
En 1847, Marx fue el primero en anunciar al final de su obra La miseria de la filosofía que la lucha de clases podía conducir a una revolución social implantando una sociedad sin clases o, lo que es lo mismo, una sociedad comunista. Su argumentación era escueta: dado que la clase trabajadora (o «proletariado») es la única clase oprimida, y puesto que es la clase productiva, y aquella a la que pertenece la inmensa mayoría, debe vencer. Su victoria revolucionaria consiste en eliminar todas las demás clases e implantar, por tanto, una sociedad en la que sólo haya una clase. La sociedad compuesta por una sola clase es una sociedad sin clases. Una sociedad en la que no hay ni clase dominante ni clase oprimida. Se trata, por tanto, de una sociedad comunista, como Marx y Engels declararon un año más tarde en su Manifiesto. En él decían que, puesto que toda la historia es la historia de la lucha de clases, aquél sería el fin de la historia. Ya no habría más guerras, ni luchas, ni violencia, ni opresión, y el poder del Estado desaparecería. Para decirlo en términos religiosos: un «paraíso terrenal».
Por el contrarío, la sociedad existente en la época llamada por Marx «capitalista» era, en expresión suya, una sociedad en la que la clase capitalista tenía el dominio total. Era, de hecho, la dictadura de una clase. Marx mostró en su colosal libro El Capital, tres volúmenes de 1.748 páginas, que, debido a la ley de la concentración del capital que rige la historia, el número de capitalistas disminuye mientras crece el de los trabajadores. Y con una necesidad semejante, la ley de la pauperización creciente afirma que los trabajadores serán más y más miserables, mientras los capitalistas serán cada vez más ricos. La miseria intolerable de los trabajadores radicalizará sus sentimientos revolucionarios, y les hará conscientes de sus intereses revolucionarios. Los trabajadores de todo el mundo acabarán uniéndose para llevar a cabo la revolución social. El capitalismo desaparecerá con los capitalistas, quedará destruido, liquidado, y se establecerá la paz sobre la tierra.
Hoy en día el desenlace de la historia que profetizó Marx no se puede creer; los marxistas occidentales ya no sostienen ese punto de vista, aunque todavía propagan con éxito la idea de que vivimos en un mundo «capitalista», asqueroso y corrompido moralmente. Sin embargo, el marxismo gozó todavía de credibilidad en los años del hambre, durante la Primera Guerra Mundial y en los que la siguieron, que fueron todavía peores.
Algunos seguidores
Aunque parezca imposible, destacados físicos y biólogos se adhirieron al marxismo mucho más tarde. Einstein no era marxista, porque sabía que todas las teorías científicas, incluida la suya propia, eran insatisfactorias; pero fue ciertamente un simpatizante, e incluso admirador del marxismo. Y varios científicos británicos de primera fila, entre ellos J. B. S. Haldane y J. D. Bernal, eran miembros del Partido. En aquel momento se sintieron atraídos por la pretensión del marxismo de poseer el estatuto de Ciencia de la Historia. Bernal dijo, no mucho antes de la muerte de Stalin, que éste era el mayor científico vivo y uno de los más importantes de todos los tiempos. Como ejemplo de esta pretensión del marxismo de poseer una posición científica cito un libro escrito por Alexander Weissberg, físico vienés ya fallecido, a quien conocí mucho antes de ir a Rusia en 1931. Por aquel entonces profesaba un enorme entusiasmo por Stalin, que le había metido en la cárcel en 1936, durante la gran purga. Fue torturado muchas veces y permaneció preso en condiciones terribles. Debido al pacto entre Hitler y Stalin en 1939, Stalin le entregó a él y a muchos otros comunistas alemanes y austriacos al Führer (una de las traiciones más sucias de la historia). Fue internado junto con otros en los campos de concentración nazis; se escapó y fue capturado de nuevo; volvió a escaparse y finalmente fue liberado por las tropas rusas en 1945. A pesar de todo, en ese interesantísimo libro, en el que relata sus experiencias en las cárceles de Stalin, se lee con sorpresa cómo al final sigue manteniendo su fe en la teoría marxista sobre la historia. Estuve con él en 1946, en Londres, y cuando me relató sus experiencias, pensé que se habría «curado». No era así. Cuando el libro se publicó en Alemania en 1941, y cuando le vi años más tarde, creía todavía en la teoría marxista de la historia, aunque admitiera que necesitaba algunas correcciones. Mi esfuerzo por convertirle era una tarea casi imposible, si se tiene en cuenta que las cárceles de Stalin no habían conseguido persuadirle.
Quiero mencionar a otros tres grandes científicos partidarios del marxismo: los dos famosos fisicos Joliot-Curie. Irene, la hija de madame Curie, descubridora del radio, y el marido de Irene, Fréderic Joliot Curie, galardonados con el Premio Nobel de Química. Pertenecían a la Comisión francesa para la energía nuclear, desarrollaron actividades en la resistencia y fueron miembros activos del Partido Comunista hasta su muerte.
El último nombre que deseo mencionar es el de Andrei Sajarov, el padre de la bomba de fusión nuclear rusa. Cuando murió Stalin, Sajarov lloró por el fallecimiento de un gran héroe, pensando que todo lo había hecho en aras del avance de una Revolución necesaria. Sajarov creyó en Stalin al menos hasta 1961, y creyó también en aquella Revolución y en las crueldades que ésta cometió en aras del «humanitarismo».
La falacia del Paraíso terrenal
Al hablar de una «trampa marxista» no aludo sólo a la teoría científica que profetiza sobre la historia, sino que pienso, más bien, en las cadenas morales con las que quien cree en esta profecía se puede unir al Partido. De éstas y de la fe en la profecía marxista conservo un intenso recuerdo.
Desde el principio, fui algo escéptico sobre el Paraíso resultante de la Revolución. Ciertamente, la sociedad austriaca me disgustaba, porque veía en ella pobreza, desempleo, hambre y una inflación galopante, en la que proliferaban los especuladores sacando sustanciosas ganancias de la misma. Sin embargo, me desazonaba la intención obvia del Partido de excitar a sus seguidores con instintos asesinos contra «el enemigo de clase». Me dijeron que eso era necesario, que debía pensar que no era un inconveniente serio, y que en la Revolución sólo era importante la victoria, ya que cada día el número de trabajadores que moría a causa del capitalismo era mayor que las víctimas que acarrearía la Revolución. Acepté todo esto a regañadientes, pues veía que el precio, en términos de decencia moral, de aceptar las mentiras de los dirigentes era muy alto. Era evidente que lo que decían un día se contradecía al siguiente. Hoy, por ejemplo, negaban el terror rojo, mañana se afirmaba que era necesario. Ante mi protesta, se me explicaba que tales contradicciones eran necesarias y que no debían ser puestas en tela de juicio, pues la unidad del Partido era indispensable para triunfar en la Revolución. Aunque hubiera errores, nunca debían ser cuestionados, ya que la actitud de lealtad hacia el Partido tenía que ser absoluta. Sólo la disciplina del Partido podría acelerar la victoria. Mi rechazo para aceptar todo esto me hacía pensar que estaba sacrificando para el Partido algo tan valioso como mi honestidad personal.
Por fin sobrevino la catástrofe: un día de junio de 1919 la policía disparó contra una manifestación de camaradas jóvenes desarmados, promovidas por el Partido, y varios murieron (recuerdo que fueron ocho exactamente). Me ofendió la actitud de la policía y me avergoncé de mí mismo. Yo, no sólo había participado, sino que había aprobado la idea, y quizá había animado a otros a que participasen. Posiblemente, algunos de ellos estaban entre los muertos, y me sentí responsable de lo ocurrido. Aunque tenía derecho a arriesgar mi vida por mis ideales, ciertamente, no podía exponer la vida de otros por ellos y menos todavía por una teoría como el marxismo, de cuya verdad se puede dudar.
Me pregunté entonces si había examinado seria y críticamente la teoría marxista, y mi desolación fue enorme al tener que admitir esta respuesta: «No».
Pero cuando volví a la sede del Partido, me encontré con una actitud diferente. Me dijeron: la Revolución exige estos sacrificios, son inevitables y necesarios para el progreso, ya que suscitan la furia de los trabajadores contra la policía y les hace conscientes de quién es el enemigo de clase...
Nunca regresé: había escapado de la trampa marxista.
A partir de ese momento me embarqué en un estudio muy crítico sobre el marxismo.
Por diversas razones —principalmente por no querer fomentar el fascismo— no publiqué los resultados hasta veintiséis años más tarde, en mi libro La sociedad abierta y sus enemigos. Mientras, publiqué algunas otras investigaciones: desarrollé un criterio para decidir si una teoría posee el estatuto de ciencia —de una ciencia como lo es, por ejemplo, la astronomía newtoniana.
No puedo detenerme ahora en los numerosos puntos en los que la teoría marxista de la historia es falsa. En mi libro sobre la sociedad abierta he dado un análisis detallado y he criticado la profecía marxista. Aquí deseo resaltar lo que es casi obvio: el «capitalismo», tal y como lo concibe Marx, ya no existe. La sociedad que Marx conoció ha experimentado grandes y maravillosas revoluciones. El trabajo manual exhaustivo, pesado y devastador, que tuvieron que realizar millones de hombres y mujeres ha desaparecido en las sociedades occidentales. Yo pude conocerlo y nadie que no lo hiciera podrá tener idea alguna de la diferencia: ésta es la verdadera revolución que debemos al denostado crecimiento de la tecnología.
Resultados contradictorios
En efecto, lo que ha sucedido es justamente lo contrario de lo que Marx predijo. Los trabajadores son menos miserables y muchos viven felices en las democracias occidentales. Desde luego, la izquierda —rojos y verdes conjuntamente— hace todavía propaganda difundiendo la crueldad de nuestro mundo y nuestra insatisfacción, y consiguientemente y por desgracia, la infelicidad misma, ya que ésta depende en parte de lo que pensamos. Hablando como historiador, creo que nuestra sociedad abierta es la mejor y más justa que jamás haya existido sobre la tierra.
Evidentemente, ya no existe la sociedad que Marx llamó «capitalista». No hay razón para que sigamos errando al utilizar esta expresión.
Todavía añadiría algo más: este «capitalismo», en el sentido histórico en el que Marx utilizó el concepto, nunca ha existido en la tierra. Jamás existió una sociedad que tuviese en su estructura la tendencia descrita por Marx como ley del empobrecimiento creciente, o una oculta dictadura de los capitalistas. Esto ha sido y es un sofisma evidente. Es cierto que los inicios de la industrialización fueron terriblemente duros, pero ésta supuso también un aumento de la productividad y pronto originó una producción masiva. Evidentemente, parte de la producción a gran escala iría más pronto o más tarde a las masas. El cuadro histórico de Marx y su profecía no sólo son falsos, sino imposibles. No se puede producir en masa para un sector decreciente de capitalistas ricos.
En resumidas cuentas: el capitalismo, tal y como lo entendía Marx, es una construcción mental imposible, una falacia.
Mas, para destruir esta falacia, la Unión Soviética acumuló la mayor cantidad de armamento del mundo, incluyendo las armas nucleares. Tomando la bomba de Hiroshima como unidad, el total asciende a la cifra aproximada de 50 millones, quizá más. Todo para destruir la falacia del infierno, y su presunta crueldad. Pero esa realidad, aunque evidentemente no fuera el cielo, estaba mucho más cercana a él que la realidad comunista.
De esta forma, he llegado por segunda vez a la misma conclusión, desde una premisa diferente: el análisis lógico y la crítica de la ideología marxista.
Nunca más debemos permitir que tales ideologías se apoderen de nosotros.
Afrontar el futuro desde el pasado
Abordaré ahora la parte final de mi ensayo. ¿Qué podemos aprender del pasado de cara al futuro? ¿Qué podemos recomendar a nuestros políticos?
En primer lugar debemos romper con el ridículo hábito de pensar que alguien puede predecir lo que sucederá. Parece que casi todas las personas creen que hacer profecías es competencia específica del saber; creen que un programa racional del futuro debe estar basado en una predicción verdadera. Todos contemplan la historia humana como un río poderoso que fluye ante nuestros ojos. Viendo el pasado —si nuestro juicio está bien informado—, somos capaces de predecir al menos la dirección general del curso futuro. Para muchos esto suena en apariencia como algo muy exacto. Pero es falso, teórica y moralmente falso. Hay que sustituir esta idea por una manera diferente considerar la historia. Propongo la siguiente: la historia se detiene en el hoy. Podemos aprender de ella, pero el futuro jamás es una prolongación del pasado ni una extrapolación. El futuro no existe todavía, y nuestra gran responsabilidad reside precisamente en que podemos influir en el futuro y actuar de la mejor manera posible para optimizarlo.
Si queremos obrar así, debemos utilizar todas las enseñanzas del pasado.
¿Qué es lo que propongo?
Hemos visto que el pasado ha padecido la maldición de la polarización entre izquierda y derecha, que ha sido en gran medida el resultado de una fe en un infierno capitalista inexistente, que debía ser destruido para salvar a la humanidad, aunque no importara que la humanidad pereciera en este proceso. Casi lo consiguió, pero hoy cabe esperar que esta demencial falacia ya no sea tan influyente (aunque temo que tendrá que pasar mucho tiempo todavía hasta que desaparezca por completo).
Propongo un esfuerzo de desarme, no en nuestras relaciones exteriores, sino también interno. Tratemos de hacer política sin la polarización izquierda-derecha. Creo que es difícil lograrlo, pero estoy seguro de que es posible. ¿Acaso no ha habido siempre partidos de izquierdas y partidos de derechas? Quizá, pero antes de Lenin jamás se había producido esta lamentable polarización, este odio y este fanatismo presuntamente basado en una certeza científica». Winston Churchill podía cambiar de posición en el Parlamento. Esto creó un agravio escandaloso, una cierta amargura personal prolongada y quizá un sentimiento de traición. Pero todo esto sucedía en un nivel distinto de la actual polarización izquierda-derecha. Esto ha sido así, aunque los mejores comunistas viviesen siempre en peligro de traicionar al Partido y —como sucedía en la Unión Soviética— en peligro de ser encarcelados y liquidados. La diferencia quizá debe ser descrita de la siguiente forma: para las personas normales, cosas como espiar a los amigos constituyen una actividad cuya sola mención es ya horrible e inconcebible. Justamente de eso fueron acusados muchos comunistas ejemplares, al menos en tiempos de Stalin. Aquí se ve el tipo de atmósfera que la polarización izquierda-derecha creó en sus formas extremas. Es absolutamente posible liberamos de este tipo de cosas en una sociedad abierta.
¿Qué hay que instaurar en lugar de la polarización izquierda-derecha?
Mi propuesta es que una de las partes —espero que la más importante de las dos— declare: desmantelemos la maquinaria de la guerra ideológica y adoptemos un programa humanitario, más o menos común, semejante al que sigue. (Nótese que, aunque se logre un acuerdo pleno sobre nuestros programas, debería haber al menos dos partidos, para que una oposición pueda controlar la honestidad y la capacidad administrativa del partido mayoritario.) He aquí nuestro programa alternativo, y estamos dispuestos a discutirlo y mejorarlo.
1. Refuerzo de la libertad, controlada por la responsabilidad.. Esperamos poder lograr un máximo de libertad personal, cosa que sólo es posible en una sociedad civilizada —lo que equivale a decir en una sociedad dedicada a una vida sin violencia—. El rasgo que define a una sociedad civilizada es la búsqueda constante de soluciones pacíficas a los problemas.
2. Paz mundial. Desde la invención de la bomba atómica y de las armas nucleares, todas las sociedades civilizadas deben cooperar en mantener la paz y en controlar estrechamente la proliferación de las armas de fisión y fusión. Este es, evidentemente, nuestro primer deber, ya que de otra manera la civilización y, poco después, la humanidad desaparecerían. Quizá alguien considere esta verdad tan simple como imperialismo occidental; no importa en absoluto.
3. Luchar contra la pobreza. Gracias a la tecnología, el mundo es lo bastante rico, al menos potencialmente, como para eliminar la pobreza y reducir el desempleo a un mínimo tolerable. Los economistas han encontrado esto muy difícil —sin duda lo es— y han dejado, casi de repente (alrededor de 1965), de considerarlo como su principal objetivo. Ahora parece un problema insoluble y muchos economistas obran como si existiesen pruebas de ello. Sin embargo, las pruebas demuestran exactamente lo contrario, aun cuando resulte muy difícil evitar algunas interferencias en el mercado libre. Pero nosotros interferimos constantemente en el mercado libre y probablemente mucho más de lo necesario. La solución de este problema es urgente, y el que no esté de moda preocuparse de él resulta escandaloso. Si los economistas no alumbran métodos mejores, utilizaremos las obras públicas, especialmente obras públicas privatizadas, como la construcción de carreteras, escuelas, formación de maestros, etc., intensificándolos en períodos de creciente desempleo, con el fin de instrumentar una política que enmiende la coyuntura.
4. Combatir la explosión demográfica (1). Con la invención de las píldoras abortivas, además de otros métodos de control de la natalidad, la tecnología bioquímica ha alcanzado un nivel en el que la educación sobre el control de la natalidad está a disposición de todo el mundo. La idea de que ésta es una política imperialista de Occidente puede quedar contrarrestada si las sociedades abiertas se esfuerzan en lograr una reducción ulterior de su población.
Este punto es de la mayor urgencia y relieve en la agenda política de todos los partidos que tienen programas humanitarios. Si reflexionamos un solo instante, vemos que los llamados problemas medioambientales se deben esencialmente a la explosión demográfica. Por ejemplo, puede ser cierto que nuestro consumo energético per cápita va en aumento, y deba ser reducido, pero aunque así sea, resulta mucho más urgente atacar las causas de la explosión demográfica, que es la causante de la pobreza y del analfabetismo. Además, por razones humanas, es preciso hacerse a la idea de que sólo deben nacer los hijos deseados. Es cruel engendrar un niño cuyo nacimiento no se desea, pues esto produce violencia mental y física.
5. Educación para la no violencia. Creo modestamente (aunque, desde luego, pudiera estar equivocado) que la violencia ha aumentado últimamente. De cualquier forma, se trata de una hipótesis que merece la pena investigar. Creo que hay que averiguar si educamos o no a nuestros niños en la violencia. Si así lo hiciésemos, sería urgente actuar en contra, pues aceptar la violencia supone una amenaza clara a nuestra civilización. Pero, ¿velamos para que nuestros hijos tengan todas las atenciones precisas? Se trata de un punto de la mayor importancia, ya que a su temprana edad están en nuestras manos, y nuestra responsabilidad respecto de ellos es inconmensurable.
Es evidente que este punto está estrechamente conectado con otros enumerados anteriormente, como, por ejemplo, el de la explosión demográfica. Es preciso inculcar en nuestros niños, si no la virtud del pacifismo, al menos la verdad de que el mayor de los vicios, y el peor de los males, es la crueldad. No digo la «crueldad innecesaria», ya que ésta no sólo nunca es necesaria, sino que nunca debe ser permitida. Aquí se incluye la crueldad mental que a menudo cometemos sin pensar, y que es estupidez, pereza o egoísmo.
Me temo que se ha hecho intempestivo hablar de problemas educativos, debido a nuestra libertad para hacer lo que nos gusta, aunque esto sea un vicio en relación con la moral pasada de moda. Admito que hay mucha hipocresía en todo lo que se relaciona con la moralidad. A esto responde lo que Kant nos aconsejó: «Atrévete a saber». Yo puedo decirles, quizá más modestamente: atrévanse a desafiar a las modas y sean un poco más responsables cada día.
Esto es lo mejor que se puede hacer por la libertad.
6. Mi sexto y último punto, por el momento es, domesticar y reducir la burocracia y, aunque tendría mucho que decir en este terreno, no pretendo hacerlo ahora.
Traducción: Benito Herrero

Notas
1. En este epígrafe Karl Popper hace una triple concesión:
a) al tópico de que el aumento de población es la causa de la pobreza;
b) a la idea, antiliberal, de que el número de hijos es un asunto programable técnicamente desde la política, como si se tratara de criar pollos, y
c) al prejuicio de que los nuevos seres humanos son odiados si los progenitores equivocan los cálculos.